martes, 20 de julio de 2010

Dos caras de una misma medalla





Este es el primer relato que cuelgo de la série "Relatos olímpicos". Se trata de relatos que narran eventos deportivos que han sucedido en los distintos Juegos Olímpicos. No hay que decir que me apasiona el mundo del deporte y que creo que se ha escrito poco sobre él, o al menos, no es fácil encontrar relatos en las librerías sobre este apasionante espectáculo.





Podéis ver un par de fotos de los portagonistas de las historías y, al finalizar el relato, un par de videos que muestran sus hazañas.




Animo a todos los que lean este tipo de relatos, a recomendar libros o ensayos sobre el tema, yo recomiendo "El gran circo de los juegos olímpicos" de Floyd Conner, un libro con numerosas curiosidades, protagonistas y hechos memorables de los juegos. Disfrutad del deporte!




Cathy está sentada en los confortables bancos del vestuario ultramoderno del estadio olímpico de Sydney. Su cabeza moviéndose levemente, concentrada, apurando los últimos instantes de soledad unos minutos antes de salir a la pista de calentamiento. El aire entrando y saliendo nerviosamente por la nariz, la boca sellada por sus labios secos. La cara, en su conjunto, una buena imagen de sus facciones aborígenes. Su rictus serio y a la vez orgulloso por haber sido, en su día, la primera atleta de su etnia en participar en unos juegos, en Barcelona y quedar segunda cuatro años más tarde, con la mejor marca de su vida, en Atlanta.


Unos días antes, a primeras horas de la mañana, en las gradas de la piscina olímpica no había demasiada gente en la sesión matinal. Más tarde aparecerían algunas de las estrellas del agua. En la primera serie de los 100 metros libres iban a saltar al agua deportistas de países con poca tradición, invitados por el COI, para globalizar los Juegos, para hacer realidad la frase “lo importante es participar”. Tres anónimos en el trampolín de salida. Nerviosos por ser protagonistas de la atención de la televisión, que acababa de empezar la retransmisión. Justo unas décimas antes de que sonara la bocina indicando el inicio de la carrera, dos de ellos, enfundados en trajes de baño modernos, de color negro, desde las rodillas hasta el cuello, se precipitaron al agua. El otro, los miró extrañado desde lo alto y resistió, a duras penas, la tentación de darse un chapuzón. Los dos desconocidos, al percatarse de su error, regresaron y salieron de la piscina. Un juez les comunicó, no sin pena, que estaban descalificados. Quedaba para competir Eric, con su bañador tipo slip del mismo color del agua. Miró a los jueces, tímido, como preguntándose si tenía que nadar solo.


Cathy sigue sentada, igualmente sola, en su país natal, invierno austral del 2000, completamente apoyada sobre el asiento, las manos sobre sus mejillas y labios, los ojos bien abiertos enfocados a una pared donde visualiza la carrera como si de una pantalla de cine se tratara:

… las zapatillas apenas apoyadas en los tacos de salida; los gemelos destensándose al salir disparados hacia el tartán con el ruido seco del disparo; unos explosivos pasos de apoyo iniciales; primera curva dosificando; una leve mirada hacia la calle de su derecha observando la progresión de su rival; segunda curva al máximo a la altura de las calles 3 y 4; recta final agotando el último gramo de fuerza, con zancadas amplísimas, acercándose a la línea de meta sin necesidad de photo finish y …

Desvía la mirada hacia la puerta, sobresaltada al notar grandes palpitaciones en las yemas de los dedos y los cuádriceps, en donde apoya sus codos, muy cargados. Recupera el aliento y con un ligero movimiento hacia su bolsa, desliza la cremallera del bolsillo lateral y extrae un par de naranjas. Los gajos le saben dulces, el fluido vitamínico le humedece la boca, siente que es buena gasolina para su cuerpo fibrado de piel tostada. Cierra la cremallera de la bolsa y se anuda las zapatillas. Antes de salir del vestuario, se aplica unas pocas gotas de un perfume que le transporta a la exuberante selva tropical del Noreste de Australia. Se mira coqueta en el espejo y sonríe, relajando los pómulos y con brillo felino en los ojos…



Eric subió de nuevo al podio al que soñaba llegar. Desde arriba, mirando extrañado al horizonte, el final de la piscina, a través de las gafas oscuras excesivamente ajustadas a los ojos. Le temblaban un poco los dedos. Miró a un lado esperando la salida mientras el cordón de su bañador señalaba al agua. Estiró los brazos para poder tocarse los dedos de los pies, en posición de salida. El poco público, que estaba acabando de desayunar sus sándwiches, prestaba en ese momento más atención a la novedad, comentando lo poco frecuente en ver a un nadador de color. Eric dobló ligeramente sus rodillas, ya estaba listo para saltar. Se alzó con un gran vuelo, contento y motivado, hacía el agua. Moviendo arriba y abajo las piernas deslizándose por el líquido tibio, ideal para disfrutar; con brazadas vivaces en los primeros metros de la piscina, todo parecía funcionar, las respiraciones a derecha e izquierda le surtían de oxígeno. Por la mitad del largo de la piscina, ya se consideraba afortunado al poder nadar más distancia que la piscina del hotel donde se había entrenado. Se inició en la natación 8 meses atrás. Nunca había visto una olímpica, la del hotel tenia 22 metros de largo.



El estadio ruge cuando aparece en pantalla el rostro de Cathy Freeman, una hora y pico después de sus sensaciones en el vestuario; en la calle 6, para todos la favorita, su favorita. La que puede reconciliar a las dos Australias. Ella resopla y responde con un aplauso al calor del público, enfundada en un traje, de color plata y verde, ajustado al cuerpo y con una capucha aerodinámica que no deja mostrar su cabellera castaña. Mientras anuncian al resto de competidoras, tiene la mirada fija en su calle y la primera curva. Impaciente por empezar y volver a llegar al mismo punto donde se encuentra ahora, después de haber recorrido 400 metros, y alzando los brazos de júbilo. “On your marks” se oye decir al juez. Cathy reposa los dos pies en los blocks de salida, los cinco dedos bien separados apoyados en la pista. El público contiene la respiración, no se oye nada. “Set”. Levanta el tronco y se concentra en el siguiente ruido, abre la boca como queriendo absorber toda la fuerza de un ambiente tan favorable. El disparo hace reaccionar tanto a ella como al público, que estalla en gritos de ánimo.



Eric se acercaba al final de los primeros 50 metros, se empezó a preocupar, las brazadas ya no eran tan potentes y no nadaba tan recto. Viendo las corcheras rojas y amarillas tan cerca, pero demasiado lejos, le pareció estar perdiendo centímetros a cada segundo. A pesar de ello, ya llegaba a su primer objetivo. Lento, se empujó dando una vuelta completa sobre sí mismo, sumergiendo la cabeza en el agua, llenando por completo sus orejas, para tocar con los pies, a duras penas, el panel del final. La vuelta le dejó las fibras entumecidas y le parecía imposible mover las piernas, arriba y abajo, como al principio. Ahora más bien iban arriba, en diagonal, a la derecha, abajo, una pierna completamente descoordinada de la otra. Podía resistir, pues su mente le decía sigue, imponiéndose a su tono muscular que le insistía en que parara de inmediato. Los gemelos y glúteos le dolían. Eric Moussambani ya estaba nadado más metros de una sola vez que nunca. La vuelta se le estaba haciendo eterna, los segundos cada vez más pesados y avanzando tan lento que parecía nadar en una piscina de gelatina espesa. Los pulmones recibían menos aire y se estaba quedando sin fuerzas. Un juez en el borde de la piscina se inquietaba, parecía que el competidor se ahogaba y estaba tentado en saltar a rescatarlo. Moussambani se apoyó por un momento en la corchera de su derecha, tentado a desistir. “Eric, aguanta” parecían decir los boquiabiertos espectadores. No desfalleció. Como habiendo recibido el mensaje silencioso, braceó de nuevo. Dos entrenadores guineanos desde la grada daban fuertes palmadas que resonaban en el agua, formando ondas que reanimaban a Eric. Con la boca completamente abierta, agarrando oxígeno y agua a partes iguales le quedaban apenas 10 metros. Inacabables, pero seguros, pues no se permitió rendir. Sin ver nada más que figuras borrosas, sus dedos al fin tocaron el plafón de llegada.



Para Cathy, la carrera sigue las mismas escenas que en el cine de la pared del vestuario. 49 segundos y 11 centésimas después, el epílogo: Cathy tras pasar la línea de meta, con la mirada perdida, asfixiada del esfuerzo, bajando la cremallera de su traje para poder quitarse la capucha. Aun seria, sin creer lo que está viviendo. Deja caer su cuerpo sobre el tartán, y, de rodillas, llorando recibe la felicitación de una de sus rivales. Pasa la lengua por sus labios completamente ásperos.



Al finalizar Eric se agarró al borde de la piscina y sacó la cabeza, levantó las manos saludando al aire, con una sonrisa de satisfacción por haberlo logrado. Cuando se sacó las gafas puede ver toda la gente en las gradas, algunas personas en pie, que aplaudían y aclamaban la gesta. Acababan de ver los casi dos minutos más raros de la historia de la natación. Eric sonrió de nuevo, aliviado y recuperando el aliento.



En el estadio olímpico, la australiana sigue con la mirada perdida. Recupera algo las fuerzas para quitarse las zapatillas y caminar, descalza y con sumo sacrificio, ante los flashes de los fotógrafos. Un nuevo foco de atención la hace recuperarse del todo. Se encamina hacia la baranda que la separa del público y unas manos anónimas le ofrecen dos banderas: la australiana y la aborigen. Con ellas da la vuelta de honor, recuperando poco a poco la sonrisa en su rostro. Recuerda los duros momentos pasados y también, con alegría, el momento más feliz de su vida, hace apenas 10 días cuando, en esa ocasión enfundada en un traje blanco, recorrió varios escalones para llegar, con la antorcha olímpica a encender un pebetero. Recuerda como apareció el pebetero entre el agua para luego seguir, con la mirada, como se elevaba sobre su cabeza. Entre los deportistas que observaron el encendido desde el césped de la pista había un hombre que aun no creía donde estaba… De Guinea Ecuatorial a compartir lugar con las grandes figuras del deporte. En ese momento, nadie lo conocía. El día después de su carrera, en los periódicos lo bautizaron: Eric the Eel. En la cafetería de la villa olímpica, Cathy desayunó leyendo la fabulosa historia. El orgullo de Guinea Ecuatorial, Eric Moussambani. Sin saberlo se convertiría, entre el encendido y la carrera de Cathy Freeman, en el reverso de una misma moneda, el aparente antagonista a los honores de la aborigen. Sufrir para conseguir un objetivo, para una la victoria, para el otro acabar la carrera, por la gloria individual y colectiva.




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Aquí están los videos de las hazañas...http://www.youtube.com/watch?v=oeXpoRIvDPw&feature=related
http://www.youtube.com/watch?v=pcb3YeZDmp0&feature=related

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